La edad de la ignorancia


La prolongación de la vida laboral más allá de los 65 años

EUGENIO SUÁREZ 

Ocurre, sin remisión, bajo diferentes regímenes y gobiernos. Algún afán perverso inclina a los políticos hacia el empobrecimiento de la cultura básica y uno de sus resultados se manifiesta tocando el asunto de la edad tope para los docentes o quienes puedan transmitir experiencias valiosas. Ahora, vuelven a los 65 años. La relación de los planes de enseñanza en nuestro desventurado país es homologable con la guía telefónica. No hay partido que llegue a gobernar sin un ministro de Educación con proyectos nuevos en el cerebelo y, lo que es peor, consiga, una nueva ley que trastorne y, por ahora, jamás haya mejorado la precedente.

Eso se nota en las promociones de titulados que salen al mercado tras una de estas mortíferas experiencias. Después de la Guerra Civil hubo escasez de hombre jóvenes -ellas aún no iban a la guerra, si no era en calidad de cantineras de la Legión o abnegadas enfermeras de los hospitales de sangre, en pleno frente de batalla-. Cesaron las hostilidades y se reanudó la actividad universitaria en la que lentamente se iban incorporando las mujeres. Aquellas promociones de abogados, médicos, ingenieros, maestros, etcétera produjeron un tropel de titulados que en condiciones normales difícilmente hubieran alcanzado la confirmación académica. Los llamaron «exámenes patrióticos» y con las excepciones que se quiera, la calidad media era deficiente, algo que soportó la sociedad, con torpes letrados, incompetentes galenos e incapaces profesores, cuya exclusión natural o sustitución ocupó una dilatada etapa.

Tardó unos años en recomponerse, hasta que desempeñaron las cátedras gentes capacitadas y con mejor nivel de conocimientos. Cuando en el año 1982 los socialistas ganaron ampliamente las elecciones se abrió otro largo período, de casi cuatro legislaturas, demostrando, una vez más, que el sistema democrático es realmente malo, sobre todo cuando se perpetúa. Hubo que hacer sitio a los jóvenes compañeros, ansiosos de cubrir los mejores puestos y se acudió a arrinconar a los mayores. Resultado tan catastrófico como la experiencia anterior, llevado todo esto con el mayor sigilo, para que no nos enterásemos la pandilla de insolventes que formamos lo que llaman ciudadanía.

La vida humana se ha alargado, con relación a la media anterior. Una mujer o un hombre de sesenta o setenta años no es un anciano decrépito e inservible, cuando ha reunido sabiduría suficiente. Sólo los mediocres, los resignados, los funcionarios sin ambición cuentan con ansia los días que faltan para su retirada porque, en verdad, apenas tienen nada que transmitir y la rutina acaba haciéndose insoportable. En cambio, un catedrático inteligente y erudito está, con el tiempo, en mejor situación para compartir la ciencia acumulada; un cirujano activo no ha hecho otra cosa que perfeccionar arte y pericia para transmitir su destreza y maestría; el magistrado -aunque estos procuran hacer rancho aparte- extrae de la experiencia mejores resultados que de las yertas páginas de los códigos. Y así sucesivamente.

Comprendo que la mayoría de quienes viven de la política ansíen la jubilación bien remunerada, para compensar las horas perdidas calentando el escaño y el esfuerzo muscular de levantar la mano para aprobar, oponerse o abstenerse en las votaciones, pero un buen abogado, un médico vocacional, el arquitecto imaginativo, el catedrático ilustrado, un ingeniero creador, incluso un periodista honrado, querrá prolongar, mientras pueda físicamente, el ejercicio de la tarea en la que ha creído. Incluso el labrador, el ganadero que ama su quehacer, seguirá junto a la tierra, mejorando los frutos y rebaños y enseñando el secreto a los sucesores.

Pues bien, vuelve el político donde solía, al halago de la masa, partiendo de la base de que es una entidad despreciable, holgazana, a la que arrojar unos despojos mensuales, para que hagan sitio a nuevos candidatos. Mantener a los viejos en sus puestos relevantes tiene la racional condición de que los desempeñen con maestría y que sean útiles, más útiles aún, hasta la frontera de la resistencia física. No es un tapón para cerrar el paso de los jóvenes. Está demostrado que cuando alguien es valioso, en cualquier campo, sale adelante por la arrolladora fuerza de los propios méritos. No es cierto que haya genios malogrados, no se conocen.

La jubilación es lógica y aceptable cuando se desempeñan misiones que no requieran esfuerzo singular y signifiquen una aportación valiosa a la colectividad. Es difícil generalizar, parapetados en la monserga de que la ley es igual para todos. Que contesten quienes ven sus pleitos demorados durante años, el enfermo de la Seguridad Social amoldado a la realidad de las listas de espera, que no rigen para quienes pueden pagar una asistencia privada, lo que es perfectamente comprensible; o los niños con el maestro o la profesora pasotas que en lugar de elevarles intelectual y éticamente proponen el tuteo y la permisividad humillante.

Al nivel que nos concierne a todos es un hecho visible el bajón de calidad que sufre el ejercicio de la política ordinaria, un difícil servicio que ha sido envilecido por las cuotas y los compromisos. Y así nos luce el pelo.

eugeniosuarez@terra.e

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Fuentes:Medios de Comunicación y Prensa

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